viernes, 5 de septiembre de 2014

La moral revolucionaria


Humberto García Larralde / Soberania.org

La demagogia fascista necesita identificar un enemigo para impulsar su proyecto político. Al describir sus atributos intimidatorios y repetir machaconamente los supuestos peligros que encarna, legitima un estado de emergencia en el cual todo es válido. En prosecución de los supremos intereses de la Patria amenazada, la“revolución” no puede quedar maniatada por formalidades legales que paralizarían la respuesta certera y justiciera delLíder ante semejante trance.

Esta representación maniquea asienta una construcción ideológica que justifica el desconocimiento de los derechos de quienes son etiquetados como enemigos o como cómplices de éstos. Ello queda plasmado de manera clara en el Proyecto Nacional Simón Bolívar, Primer Plan Socialista –PPS-, 2007-2013, en resumen, Primer Plan Nacional Socialista. En el aparte III, referida a la “Democracia protagónica revolucionaria”, una inspiración Rousseauniana enuncia que los intereses colectivos deben sobreponerse a lo individual, ya que a la comunidad “se entrega todo el poder originario del individuo, lo que produce una voluntad general en el sentido de un poder de todos al servicio de todos”.

Prosigue más adelante: “Bajo la argucia de la libertad individual, con el camuflaje de la ‘igualdad de oportunidades’ y el acicate de la competitividad, … (el liberalismo) legitima el interés de grupos minoritarios contrapuestos al interés general de la sociedad.” Por lo que el poder político debe utilizarse “…como palanca para garantizar el bienestar social y la igualdad real entre todos los miembros de la sociedad”, ya que la justicia -“el bienestar de todos”- debe estar por encima del derecho y “de la simple formalidad de la igualdad ante la ley y el despotismo mercantil”. Para evitar que intereses particulares se impongan “al interés general de la sociedad” –definido conforme al imaginario chavista-, se vuelan, sin remilgos, el Estado de Derecho y las libertades individuales. 

Nótese como se enfunda lo anterior en contrastes moralistas. El deber ser “revolucionario” no tributa a orden institucional alguno; emana directamente de los pareceres del Líder, cuya visión privilegiada nos señala nuestros verdaderos intereses –así no tengamos cognición de ello. Lo que éste considere “correcto” o “incorrecto” imbuye el concepto de “justicia”referida arriba y ello es reforzado con contraposiciones simbólicas que pasan a formar parte de la retórica oficial. Ello dibuja una lucha épica entre un “nosotros”, portadores del bien, y aquellos –“otros”- quienes, al oponerse a la “revolución”, son vehículos del mal. Si bien esta “falsa conciencia” –Marx dixit- tuvo impacto en el imaginario popular gracias al carisma de Chávez y contribuyó, junto al enorme ingreso petrolero, en el apuntalamiento del régimen, este efecto parece desvanecerse bajo su desangelado sucesor.

Desaparecido el embeleso del “comandante eterno” y despalillada la portentosa renta petrolera -con sus aciagas consecuencias en materia de inflación, escasez y mayor empobrecimiento-, el país chavista despierta ahora frente al descomunal abismo abierto entre realidad y retórica revolucionaria. De ahí la importancia crucial, para Maduro y los suyos, de extremar mecanismos que aseguren la lealtad de sus seguidores. El recién concluido III Congreso del PSUV tuvo tal propósito. No obstante, logró su cometido a expensas de acallar las voces críticas y desterrar todo tema incómodo del debate. Para ello apeló –una vez más- a los resortes ideológicos con los cuales Chávez legitimó su proyecto y se le invocó como sí, desde el más allá, bendijera como suyas las arbitrariedades de su sucesor. Este llamado a cerrar filas se ampara en una manida “moral revolucionaria”, plastilina que se amolda al propósito de turno, ya que el fin (“revolucionario”)justifica los medios. Pero resulta cada vez más difícil ocultar la impostura que la insufla.

La camarilla gobernante recibe como héroe al “Pollo” Carvajal, señalado por la DEA de estar al servicio del narcotráfico, argumentando que su aprehensión en Aruba obedeció a “una agresión del imperio”. El canciller Jaua aparece consolando palestinos hospitalizados a causa de los bombardeos israelíes –muy solidariamente-revolucionario él- y el gobierno envía ayuda humanitaria en su auxilio, pero el desabastecimiento de medicamentos impide atender a centenares de venezolanos que necesitan operarse o que padecen enfermedades crónicas graves. El fascista más conspicuo de todos, Diosdado Cabello, además de acusar de “mafia” a los sindicalistas de Sidor por protestar en procura de la discusión de un contrato cuatro años postergado, arremete contra el diputado Andrés Velásquez, quien se forjó como líder de ese gremio, por “traicionar a los trabajadores” (¡!) porque propuso que se investigase la represión salvaje de estas protestas. A Leopoldo López se le impide presentar testimonios en su descargo, mientras tres de los “testigos”presentados por el gobierno en su contra son sorprendidos cometiendo un atraco.

En la medida en que se ponen al descubierto el cúmulo de chanchullos cometidos en el negociado de dineros públicos, se insiste en achacarle a una supuesta “guerra económica de la burguesía” las penurias que nos empobrecen. En fin, el mundo puesto de cabeza en nombre de contraposiciones simbólicas simplistas –la Patria contra el imperio; el bien contra el mal- de una “moral revolucionaria” que ampara una autocracia militarizada. 

Lo peligroso es que lo anterior no puede reducirse sólo a un grosero falseamiento de la realidad por mentes enfermas en busca de legitimar su expoliación de la riqueza nacional; muchos se lo creen. De ahí su revestimiento “moralista”, pues provee los pretextos para absolver los delitos cometidos contra los venezolanos y lavar todo atisbo de mala conciencia. Estamos, pues, frente a la “banalidad del mal” descrito por Hannah Arendt, que tanta roncha levantó.

El andamiaje de contraposiciones maniqueas invocadas por la ideología fasciocomunista reemplaza toda consideración moral propia, la relativiza y amolda a los intereses del déspota y ahorra la necesidad de un examen de conciencia ante las injusticias perpetradas. “Salva” la responsabilidad y la culpa de quienes usufructúan hoy el poder en beneficio propio. La “justicia revolucionaria” instrumentaliza esta perversión, reprimiendo y encarcelando a estudiantes, con saldo trágico de muertes inocentes. Un malandro como Kevin Ávila, investido ahora de un cargo público, desata su venganza contra Saíram Rivas, asegurando que permanezca presa, porque esta joven y valerosa mujer lo derrotó en las elecciones para la presidencia del Centro de Estudiantes de la Escuela de Trabajo Social de la UCV. 

Definitivamente, no hay nada más funesto que unos criminales con poder imbuidos en la fe de que “la Historia los absolverá”.

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